miércoles, 12 de octubre de 2011

Bitácora editorial XXV - Pertrechado y con aviso

Hace dos semanas que Puerta del libro, la editora, me está persiguiendo. La escuálida me avanzó por todos los frentes: emails, mensajes de texto, llamados telefónicos. Todavía no le respondí. Ella está ansiosa por que le dé el mamotreto de autoayuda y autobiográfico, escrito con los golpes de mis dedos sobre el teclado. Ese bodoque, es el producto de su constante presión y de la mía, por querer editar mi primer libro.

Ahora, ella es la desesperada. Llegó mi turno, que se la banque.

En mi muro del Facebook escribió: “Juan, mañana te veo en el bar. Porfi, ¿llevás el manuscrito que te vamos a editar?”.

“Porfi”, puso la muy guacha. Está en dulcinea de gutenbergiana.

Bien, Puerta del libro, acá estoy en el bar, esperando porque aparezcas, sentadito en la mesa de siempre, de cara al patio donde está la bici del ex Mozo devenido en Pastor. Estoy solo. No, solo no estoy. En una mesa que está al lado de la puerta de calle hay un viejito. Cuando entré, ensopaba la tostada en el café y no respondió a mi buen día. Debe ser sordo o viejo choto. También está el mozo capicúa. Ya me trajo el té de tilo. ¡Ah!, y la que nunca falta, la tele en Crónica TV.

“Si un ignoto ganó el Nobel, adivine quién será el próximo”. Es la voz de la escuálida, detrás de mi nuca. No me da tiempo a dar vuelta la cara, aparece de frente y se pone tan cerca de mi cara que si mi esposa llegase a pasar por la vidriera del bar, pensaría que es mi amante. “Si, si, si, adivinó” canturrea, “Juan, gracias a mí vas a ser el próximo Nobel de Literatura. Ya tengo el título de la campaña de prensa: El 2011 fue para un ignoto. El 2012 un novel gana el Nobel”.

Ni siquiera hago una de esas tantas sonrisas de compromiso que le he venido regalando hasta ahora. Es que, ahora, se acabó el compromiso. Y eso le digo, que no voy a darle el manuscrito. Y ella, me guiña un ojo, me dice, “Qué le pasa a mi pichoncito de Cervantes” y me acaricia la cara con su mano derecha. Me pongo de piedra. Me pasa la mano por el cuello y se la saco la mano con poca delicadeza.

Ella se desploma sobre una silla. Me pregunta qué me pasa. Le digo que la corte con tata franela y le pregunto si piensa ponerse en bolas y garchar a lo Camila y el cura Ladislao, arriba de la mesa del bar, para sacarme de las manos la novela de mierda que escribí desde que la conocí.

Se queda dura, los ojos se le llenan de lágrimas. Sus manos garrapatean temblorosas, sobre la superficie, tallada a cuchillo de comensal, de la mesa; vienen hacia mí,

Me tiro para atrás, arrastro las patas de la silla y me separo más de la mesa. Ella me dice “me estás matando, sos muy malo cuando querés; tus palabras hieren, ¿no te das cuenta lo peligroso que sos?.

Le digo que si, que por eso le pido que no se me acerque. Que con mis bitácoras editoriales puede hacer lo que quiera, pero a mi novela nunca la va a tener. Ella llora a moco tendido.

No se lo creo, es muy hija de puta para ser tan sensible. Editora de mierda. Te veo hecha un mar de lágrimas y pienso en todo el psicopateo que me hiciste comer. ¡Andá a lavarte el orto! Y eso, lo del lavaje ortal, me sale en voz alta.

“¿Cómo me decís esto? Ya mismo voy a hablar con un abogado, vos firmaste un contrato psicológico”. Reclino el torso hasta apoyar el esternón en el filo de la mesa. Porque me acuerdo del viejo sentado al lado de la puerta, en voz baja y con tono amenazante le aclaro que ni a ella, ni a su editorial le importa qué pasa con mi psicología. Y lo digo y me acuerdo que lo mismo le dije a la jefa de personal de Arcor.

Puerta del libro, la editora, la escuálida, se pone de pie, antes de irse, larga: “Yo sé quien me va a ayudar a ubicarte. Ya estuvimos hablando de vos”. Y se va tan rápido como entró.

Suspiro. Me siento liviano, no sé, como si me hubiese sacado de encima el Yelmo del Castillo de Otranto.

Levanto la cabeza y miro la tele. Crónica TV presenta un informe sobre la recientemente desaparecida Melliza del Nueve. Es una nota del año pasado. Están ahí, de pelito rubio, las paletitas pellizcando el labio inferior. No sé cuál de las dos se murió. Si Nu o Eve, las mellicitas del nueve.

Qué los parió, viejo de mierda me vine. Cuántos millones de pibes no tienen la más puta idea de quiénes eran estas rubietas de la tele. Pienso que si los millones de pibes solo ignoraran esto, pero, para más pior, los pibes ignoran demasiado y los vivos le reescriben las mentes.

Y, recordando los pibes me pregunto qué habrá pasado con los pibitos del parque, la banda de gorritas de los Empleados del Millón, esos que robaban para el policía, después para mí y ahora están presos en la comisaría. Ese policía corrupto de la cuadra va a terminar de lavarles la cabeza y pondrá a ese pequeño batallón de criminales a su mando para hacer lo que él quiera.

Y me doy cuenta de algo. Me derrumbo. Engancho lo que me dijo la escuálida, eso de ir a buscar un apoyo. Me viene a la mente la imagen de hace dos semanas, de ella y el policía meta reírse, en la esquina de Gallardo y Vera. Puerta del libro debe estar uniendo fuerzas con él para atacarme.

Me hinché las pelotas, voy a enfrentarlos, mientras no pierda el control del manuscrito, que ella quiere, no me van a poder joder. ¿Y si se meten con alguien que de mi entorno, para extorsionarme? ¿Mi esposa? Ella, ahora, está en el supermercado. No, no puedo volverme loco. Pero, si me quieren joder, estos son capaces de raptarla.

Le hago señas al mozo capicúa, que ya maneja todos los turnos del bar. El tipo viene.

“La hiciste llorar, la hiciste. Só de los míos.” Le digo que no mal interprete y el me dice “no me expliqué nada, las mina son todas histéricas, son. Si no las maltratas, no gozan”. Le digo que no se confunda, y lo hago en voz alta, para que el viejito escuche. Explico que discutí por trabajo y saco la billetera para pagar, conciente de que mi crédito, tras la detención de los pibitos del parque, había expirado.

“No Juan, no pagués, alguien te recargó el crédito, te recargó.” Miro desconfiado. El mozo capicúa me palmea: “Guardalo para el telo, guardalo”.

No tiene sentido aclarar más nada.

Al pasar al lado de la mesa del viejito, digo un que tenga buen día, que tampoco me contesta.

En la puerta del súper chino me encuentro con la hija de María, la china, chupando un tomate. La perita pálida chorrea rojo, parece un zombi en plena faena.

Encaro para el fondo, para la zona de galletitas, mi esposa debe estar ahí. En el chino no pisamos el área de heladeras por eso que dicen que las desconectan en la noche.

No la encuentro. Desesperado, paso al sector de los fideos y el arroz; tampoco está. Desde la carnicería del súper (donde tampoco compramos), el carnicero, un paraguayo que hace cumbia con los cuchillos mientras canta en guaraní, interrumpe su interpretación para decirme “buscala por los vinos”. Supero dos líneas de góndolas y aparezco en el sector de vinos y cervezas. Ahí está ella, mi querida esposa, con una botella de vino tinto en cada mano. Me ve frenar de golpe, con los pelos algo revueltos, la respiración agitada y me dice “¿Tan mal te pegan los festejos?”.

Que yo sepa no es ni mi cumpleaños, ni tampoco es navidad. Ella repone mi desconcierto: “Amor, cumplimos cinco años y medio de casados”. Le digo que no con la cabeza, como queriendo decir que sí, por cumplir nomás. Pero ella ya me conoce, no me encierra cuando estoy contra las cuerdas, siempre me deja lugar para escapar y me tira una soga: “Dale, pensate en algo para el postre” y yo se usar bien esas oportunidades que ella me da y le digo que para el postre, llevo un Champagne.

12/10/2011