Son la siete de la tarde del jueves. Estoy en el templo y esperando que dé comienzo la misa de los Empleados del Millón. Atrás dejé a los dos gorilas de la puerta, atravesé el pasillo que corta al medio las filas de sillas ocupadas por los pibes de gorrita del Parque y caminé hasta la primera fila para posar el culo en mi silla.
Mi vecina de fila es la Moza del bar, la Faca Colorada. La silla de mi compañera de culto está vacía y no me gusta nada. Presiento que la sangre y los vidrios rotos en el patio del bar, la actitud ganadora de Puerta del libro en nuestro último encuentro, lo que me dijo el policía de no mear contra el viento porque me mojaría con sangre, sean claras señales de que algo malo pasó con la Faca Colorada. Miro sobre mi hombro derecho para enfocar a las filas de atrás donde están los pibitos del Parque, pero la baja lumbre del salón más las viseras de sus gorritas impiden que pueda verles las caras.
Se apagan las luces (los bolsillos de atrás de mi jean se entregan al tacto experto de los pibitos , quienes sustraen las monedas que dejé para complacerlos) y aparece (a paso “pan-queso”) el ex Mozo devenido en Pastor con un sahumerio humeante en cada mano. Da la bienvenida y respondemos a coro con “Del Millón”.
Espero algún gesto del Pastor, un guiño de ojos o el movimiento cadencioso de alguna de sus manos, algo que me dé a entender: “quedate tranquilo, con la Moza no pasó nada malo”. Pero, muy por el contrario, su gesto es de piedra, los ojos miran la nada y las manos tensas permanecen agarradas al atril.
Tras un prolongado silencio el ex Mozo devenido en Pastor larga: “Hermano, a ti te hablo”, hace un silencio y todos dicen “Del Millón”. El Pastor continúa: “Alma corrupta, carne abombada, debes escuchar la advertencia que dice: sal del medio, no seas una silla vacía, devuelve al hermano lo que es del hermano”. Nuevo silencio. Pega el mentón al pecho, se aferra a los sahumerios clavados en el atril y todos contestan “Del Millón”. Yo no puedo plegarme a la respuesta coral de los devotos porque se me cerró la garganta. No es difícil de entender que la homilía del Pastor fue para mí, que acaba de darme el ultimátum, que si no le digo a los pibes que dejen de robar para mí y vuelvan a trabajar para el policía voy a sumar mi sangre a la del patio del bar y dejar mi silla vacía como la de la Faca Colorada.
El ex Mozo devenido en Pastor sustrae los sahumerios y a paso “pan-queso” se retira del salón. Me quedo mirando la cortina morada que cuelga en la pared del fondo, detrás del atril. Sobre la tela está el dibujo de las cinco estrellas dispuestas en forma de cruz con esa quinta en el medio y ahí me veo, en la quinta estrella encerrada, crucificada por las otras cuatro y se apaga la luz. Nuevamente, los feligreses me palpan por deporte porque ya me robaron las monedas que había traído. Regresa la luz mortecina que muestra el pasillo y la puerta de salida
Me pongo de pie y camino con temor, eso del ultimátum no me gusta un carajo. A cada paso me decido a enfrentar a los pibes y cumplir con lo que me pidió el policía, y el Pastor.
Al pisar la vereda me alejo de los dos gorilas de seguridad y de la fachada greco-romana del templo. Camino pocos pasos y me detengo en la puerta del supermercado chino.
Los pibes del Parque salen del templo en cardumen. A golpe de ojo cuento entre treinta y cuarenta. Como si supieran que los estoy esperando, me rodean. No hablan, las bocas enmarcadas por un segundo labio de cemento de contacto respiran con silbido asmático.
Tomo la iniciativa y les digo que se acabó, que ya no necesito más plata, que les estaré eternamente agradecido, que ya me sacaron de la estrella del medio y deben volver a ocuparse de las tareas que le pide el policía de la cuadra.
Ni se inmutan y el jadeo de sus respiraciones muta a catarroso.
Repito que se acabó y el de la gorrita Nike me sale al cruce: “Hermano Juan, no vamos a laburá para el covani, no loco, vó so el Elegido”. El de gorrita de Boca habla a mi derecha, se dirige a los demás y me señala con la palma mano: “Juan vuela, vuela sobre los Santos” y una lágrima se le escapa por el rabillo de cada ojo derecho, se desliza por las mejillas y queda pegada en el redondel de Poxiram.
Les digo que tienen que bajar un cambio con la falopa, que no sé que mierda vieron y les recordé que aquella noche en la puerta de la Santería salté por el cagazo que me dio el perro Rottwellier que me ladró, pero que nunca volé. “Será el Empleado del Millón del mes”, me interrumpe el de gorrita de Coca-Cola y todos sueltan “Del Millón”.
Sin ocultar mi desesperación, les digo que la tienen que cortar y un chiquilín con la gorrita de Casi Ángeles suelta con voz de anciano: “Sacrificio con el covani”. Ni bien calla, los pibitos del Parque abren una parte del círculo que me rodea y en la esquina, a escasos metros de nuestro lugar veo al policía de la cuadra, apoyado contra la pared, con gesto reconcentrado y meta escribir un mensaje de texto en el celular. El chiquilín de la gorra de Casi Ángeles dispara en loca carrera y sorprende al policía en medio de su dedicada tarea literaria y le arrebata el teléfono. El cana, sorprendido, sigue con la mirada la estampida del ladronzuelo quien, celular en mano y risa de oreja a oreja, viene hacia a mi y me da el teléfono. “Sacrificio y Ofrenda Del Millón” dicen los pibitos del Parque ni bien embolso con mi mano el teléfono. Cierran la ronda, me palmean y vitorean mi nombre ante la cara sorprendida del chino que venía viendo todo y se hace chiquito detrás de la caja del súper.
Desde la esquina me llega la voz del policía: “Así que querés guerra” y, mi voz ahogada por la algarabía de los pibitos el Parque no logra llegar a su oído con mis disculpas y mi negativa de entrar en guerra y refuerzo mi intención haciendo un “no” con el movimiento de mi brazo derecho de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, brazo que en la mano tiene el teléfono que el pibito del Parque acaba de robarle. El policía toma mi gesto como una provocación y grita “Empezó la Guerra Santa”, patea una bolsa de residuos, una rata sale del interior del nailon negro y se mete en la boca de tormenta. Vuelvo a mirar a la esquina y el policía ya no está.
“Sacrificio y Ofrenda Del Millón” repiten sin parar los pibitos y unos truenos me estremecen, pienso en una ráfaga de disparos, achico mi cogote para esconder la cabeza entre los hombros. Sobre el mar de gorras, compruebo que el desplome tronante fue ocasionado por el cierre intempestivo de las cortinas del supermercado chino.
Miro hacia el templo, tengo que pedirle al ex Mozo devenido en Pastor que pare esta guerra, pero las paredes blancas con esas columnas gemelas que sostienen un triángulo, muestran las puertas cerradas del templo.
Los pibitos del Parque se ríen y sacan bolsas de plástico con pegamento. Hinchan y estrujan el nailon fondeado de Poxiram con la potencia menguante de sus pulmones.
Ya es de noche, los pibitos enfilan para la esquina, sumidos en las tareas de aspirar de sus bolsitas. El chiquilín de gorrita de Casi Angeles queda rezagado, se da vuelta y debajo de los ojos lagañosos asoma su manito aferrada a su bolsita en claro gesto de compartirme una aspirada. Y le digo que ya tengo la mía, que no se la voy a gastar, como para hacerme el canchero y buscando una identificación grupal.
El pibito, se calza la bolsa en la boca, le pega una aspirada y, desde dentro de la burbuja plástica, dice “Juan, Santo Empleado del Millón” y parece que se ríe, eso creo, porque el dibujo de los labios de cemento de contacto se estira un poquito hacia las puntas. El chicuelo se da media vuelta y corre detrás del lote de pibitos del gorrita que va a internarse al Parque.
La calle Frías queda desierta, oscura. Para regresar a casa debo pasar sobre la bolsa de residuos reventada por la patada del policía y muy cerca de la boca de tormenta donde se metió la rata. No puedo. Se me hace un vacío en la panza. Pego media vuelta y emprendo el camino largo.
En la esquina de Frías y Vera doblo a la derecha. Por suerte no vislumbro la presencia del perrazo. Avanzo en sentido de Avenida Ángel Gallardo. A media cuadra, me encuentro con la Santería. El negocio tiene las cortinas bajas y las luces apagadas. Poso mi cara sobre las cortinas y solo logro ver en la vidriera imágenes de San Jorge, velas rojas, una virgencita, tres ejemplares del El Alquimista de Coelho, sahumerios y varios paños morados con el dibujo de la cruz de cinco estrellas. Trato de mirar al fondo del comercio para ver si hay algo más relacionado a la secta de los Empleados del Millón, pero está demasiado oscuro.
Despego mi cara de las cortinas metálicas y retomo la marcha por la solitaria calle Vera en sentido a la avenida Gallardo con la clara convicción de que, en estos días, voy a tener que visitar la Santería.
6/08/2011