Voy montado a la bici, doblo en la esquina, esquivo a
un paseador de perros con el manojo de canes a cuesta y encaro la cuadra final
del recorrido. Con el viento golpeándome en la cara, entrecierro los párpados y
enfoco la mirada en mi destino. Algo no está bien. La vereda del edificio donde
vive mi analista está llena de gente. Aflojo la tracción de mis piernas, paso a
modo “pedaleo sutil”, me pongo en la actitud del chimango que, sin dejar de
volar, manda su mirada de aumento para escrutar la zona objetivo.
Cuando se junta gente, algo pasó. Pienso en un robo,
la captura de un chorro por parte del vecindario. La gente es de juntarse mucho
cuando el ladrón está imposibilitado de actuar y he visto descargar furia
asesina de las manos de las víctimas de la inseguridad.
Me apuro en atar la bici en el caño del cartel de
Contra Mano, voy a meterme, sacar a la clase vecina de su plataforma de
justicia por mano propia.
Cierro el candado, me reincorporo, miro al tumulto y
pienso que, tal vez, lo que hay en el centro de esa montonera, agrupada en
redondo, sea un suicida. Ahí la cosa me gusta menos. No tolero el contacto con
un muerto. No puedo ni acercarme. Y, como quien no quiere la cosa, se me ocurre
pensar si el suicida no será Adolfo, el portero del edificio donde vive mi
analista.
Subo con la mirada los pisos del edificio y conjeturo
que, de haberse tirado, debe haber sido desde la terraza, porque los porteros
viven en la Planta Baja y no me lo imagino tocando timbre en un departamento
para pedirle prestado el balcón para suicidarse.
Con la mirada, bajo lentamente desde la terraza,
balcón por balcón, con una cadencia que no debe haber tenido el cuerpo en caída
libre. Llego a la vereda y pienso si el tipo al tirarse no se habrá llevado
puesto a un transeúnte y, por la no aparición de ambulancia, y policía, supongo
que lo que pasó acaba de suceder, entonces, pienso, que de reverendo pedo no
cayó arriba mío, porque, tranquilamente podría haber llegado dos minutos antes,
como lo hago cada semana a esta hora, a la espera de que sea la hora de mi
sesión con el analista.
Y, en tren de encadenar ideas, por lo antes dicho, no
me es difícil suponer que, tal vez, el portero suicida optó por tirarse desde
la terraza a esta hora llevarme puesto a mí. Sería un cierre trágico a nuestra
breve relación.
Tomo impulso, tengo que enterarme qué pasó con Adolfo.
A medida que me acerco, distingo cuatro cabezas masculinas y una docena
femenina. Los veo de espaldas, en círculo, vestidos de traje, ellos, y de
blusas y largas polleras, ellas.
No hay llantos, ni lamentaciones. El espanto, cuando
arremete en tu vida de la manera imprevista, suele provocar una parálisis de
los sentimientos. Es una pausa. Dura poco, porque la memoria del cuerpo
(todavía ocupada en la tarea que estaba por hacer) bloquea todo avance de los
sentimientos. Pero cuando los sentimientos afloran, agarrate.
Me apuro a ver qué pasó antes que los vecinos saquen a
relucir el dolor y deba contenerlos.
El sorprendido soy yo. La cara de Adolfo, orbita entre
las cabezas apiñadas en la vereda. El portero parpadea, mueve la cabeza, mira
atento a una señora que le habla.
Avanzo con la idea anterior, mi cuerpo cree que debe
ir a asistir a un suicida, mientras mi mente procesa lo que veo. Me paralizo,
quedo a dos pasos del tumulto. Escucho la voz de la señora que habla del
Apocalipsis, del Señor, el Paraíso y la erradicación del Mal “si le entregas el
alma a Cristo”.
Cambio abrupto de planes. Bajo la mirada, si a esta
gente la mirás a los ojos, te convierten o, en el mejor de los casos, te afanan
valiosos minutos de tu vida para darte clases de cómo vivir con Dios si y solo
si vivís para su secta.
Me desplazo sigiloso, de costado, trepo el escalón del
portal del edificio donde vive mi analista. La puerta de acceso está trabaja
por un balde. Toco timbre en el portero eléctrico y sin esperar a que mi
analista pregunte quién es, cosa que alertaría a la horda religiosa de mi
presencia, me cuelo en el edificio.
Antes de entrar al ascensor, miro a la vereda. De
Adolfo nada. Solo veo las cabezas de los pastores, agrupadas como rebaño.