viernes, 30 de septiembre de 2011

Bitácora editorial XXIV - Rearmado de fuerzas

Ya nadie habla de los robos en la calle y, mucho menos, de los operativos que chuparon a los pibitos del parque. Mis vecinos andan alborotados y llenos de angustia, y no paran de especular sobre una posible caída de un meteorito sobre Villa Crespo.

En la cuadra, el único que porta buen talante es el policía. Él logró su cometido, me ganó la guerra y se pavonea, en su caminata de esquina a esquina, con paso triunfal, pecho inflado y nariz respingada. Este cana es la deriva villacrespense de un Napoleón que marca, con pisada soberbia, el terreno reconquistado.

Cada vez que salgo a la calle, el tipo me mira desde lo más alto de su baja estofa. Yo, como buen perdedor, clavo la vista en el piso. Me importa tres carajos todo su mambo belicoso. Mientras no se meta más conmigo, que se crea lo que quiera. Lo que sí me importa es qué mierda hizo con los pibitos del parque, mis colegas de las misas de Los Empleados del Millón. Además, ¿qué hago si los pibes dicen que robaban para mí? ¿Quién va a creer que la tarea de los pibes era por nuestra religión, una acción de hermandad para sacarme de la estrella del medio? Ya pensé en llamar a un amigo abogado.

Estas semanas, para mí fueron muy productivas. Mientras, en la calle, el cana se cargaba a los pibes, puertas adentro, retomé la escritura de la novela que había abandonado en el capítulo veinte para escribir el mamotreto “comprometido” con la editorial de Puerta del libro.

Y estoy escribiendo lo que más me gusta, ficción, cuando me entra un mensaje de la escuálida, la editora: “Bajá al bar. Tengo muy buenas noticias”.

A Puerta del libro la puteo desde que la conozco, pero me manda un mensaje así y el corazón me late descontrolado; pienso en la publicación de mi primer libro y salgo como un boludo enamorado para rendirme a los pies de mi editora.

Salgo del edificio sin retenciones de consorcio: el portero y un grupúsculo de notables vecinos están mirando al cielo. Al pasar cerca de ellos, escucho la voz cascada de la vieja del Primero A: “Van a caer más meteoritos, se viene el 2012 y las profecías Mayas”.

Acelero para no escucharla y, de paso, evitar cualquier piedrita cósmica.

Entro al bar. El panorama es el típico de un martes a media mañana: mesas vacías y cubiertas por el manto perfumado del guiso en cocción.

La escuálida está sentada en mi mesa preferida, debajo de la tele sintonizada en Crónica TV, de espaldas a la puerta. Sin girar la cabeza, levanta su brazo y agita la mano. Respondo a su llamado.

“Hola, viniste rápido”, me dice ni bien quedo de frente a ella. Para no transmitirle mi entrega, le digo que justo estaba por salir a comprar algo al súper, y me entró su mensaje. Pero ni bien poso el culo en la silla, le pregunto qué noticias tiene para mí. Ella se ríe, “Ay, mi Juancito ansioso, sos torpe, pero yo te voy a sacar adelante”.

Me siento un pelotudo y ella prosigue: “Mirá, la cosa es así: un editor muy grosso quiere publicarte. Le conté de tu manuscrito autobiográfico y autoayuda, en esa versión final que armaste para el concurso del Campo a la ciudad. El tipo compró. También quiere editar lo que escribís en el blog, las bitácoras editoriales”. Pongo cara de boludo. “Dale, no te hagas el tarado, si cualquiera puede leerlas. Al tipo le gustó, piensa en lanzar dos libros: el forzado y el que trae las reflexiones polémicas del autor. Dice que va a armar mucho ruido de prensa.El tipo me felicitó por el laburo que hice con vos”. Le pregunto qué laburo hizo ella conmigo. Traga un sorbito de su café cortado y larga, con suficiencia: “Te hice jugar en el infierno de tus frustraciones y sacar un escrito rabioso. Todo eso que te salió en la Bitácora editorial es por mi trabajo y por eso voy a cobrar”. Le dije que estaba metido en quilombos más grandes que sus libritos y, le recordé que yo había escrito para su editorial y, de paso, podría contarme cuando me cambiaba el cheque sin fondos por una bueno. Ella levantó la mano izquierda y la puso delante de mi boca: “Juan pará. Dejá de darle tantas vueltas a las cosas. Esto no es negocio, es arte. El arte fluye, se transforma, muta. Ahora me transformé, para vos no soy más la editora de la empresa que dirige el amigo de tu amigo. De ahora en más soy tu agente literaria y decido con quién vas a publicar. Me pelé el culo para sacarte de tu departamento roñoso y vas a dar este paso. Escuchame, vos que sos psicólogo social: Pichón Riviére decía que el proyecto es salud. Hoy no tenés proyecto, estás enfermo, te vas a morir frustrado. Yo te traigo la cura, el proyecto. Consigo lo que te hace falta, te devuelvo la salud y me salís con cosas del pasado, de las que prefiero no acordarme y, arriba, me lo decís con tono de reclamo ¡Puta madre, qué desagradecido que sos!”

Le pido disculpas y ella me dice: “Mejor no hables y vayamos a lo concreto, no sea cosa que me arrepienta: la mitad de tus derechos de autor son míos y parte de esa guita es para arreglarlo al editor grosso para que te cuele en la editorial. Preparame tu bio, mandame por email el archivo de tu novela autobiográfica y de autoayuda “Del Campo a la ciudad”. Yo ya copié tus entradas de la Bitácora editorial. Con eso armamos los dos libros, mucha prensa con quilombo y tu fama. Juan, bienvenido a la literatura”. Después del punto, la escuálida traga el resto de café de un sorbo.

La cabeza me quema. Me pongo de pie. Detrás de la nuca percibo el aura roja manada por la tele en un flash de último momento de Crónica TV. Si no me voy, la acogoto y paso a ser la noticia trágica del día.

Encaro a la puerta. El mozo que habla en capicúa me sale al cruce con el té de tilo en la mano. Lo ignoro y salgo del bar.

Camino por Drago y doblo en Frías. Paso por la puerta del súper chino y el portal cerrado del Templo de los Empleados del Millón. No me detengo. Llego a la esquina y doblo a la derecha para tomar calle Vera. Apuro la marcha. A mitad de cuadra, me paro. Estoy de frente a la Santería. Vidriera e interior oscuros. Instintivamente, tiro un manotazo al picaporte. Abro la puerta, entro. La puerta se cierra a mis espaldas.

No se ve un soto. Doy un paso, me trastabillo y quedo en cuatro patas. Gateo, mientras, a tientas, busco un agarre para ponerme de pie. Alguien se me sube al lomo, me cruza una mano en la cara, traba mi cabeza y apoya algo frío y filoso en mi garganta. “Quedate quieto, chorro de mierda”. Acato la orden. “Bien, pibe, ahora, como si fueras mi caballito, te das la vuelta y te llevo al trote hasta la puerta.” Esa voz de mina me suena conocida. Con voz ahogada le digo que no soy chorro. Despega el metal de mi garganta, salta de mi lomo y dice: “Juan, otra vez acá, ¿qué mierda hacés?”. No logro verla, pero sé que es la Faca Colorada, la moza del bar, la que creía muerta por las manos de Puerta del libro. “No te muevas”, me ordena. Del lado de afuera, aparece la editora, Puerta del libro. Mira por entre los escaparates de la vidriera y se va. “No voy a prender la luz, así que charlemos como los ciegos y contame como mierda hiciste para abrir la puerta” Le digo que la puerta estaba abierta. “Dale, decime quién te dio las llaves.”

Golpea contra algo la hoja de su cuchillo y le pido que se tranquilice, que me crea. Ella dice: “Entonces alguien abrió la puerta mientras dormía”.

Le digo que me alegra que esté viva y que no sabía que esta era su casa. “Siempre lo fue, por lo menos, cuando mi ex esposo me dejó y el Obispo de la secta de Los Empleados del Millón me dio las llaves para que atienda y viva en la Santería. El Obispo me sacó del bar, parece que la putita esa que pasó por afuera le reclama a mi ex marido que me tenga lejos.” Le pregunto si está segura de lo que dice, si tiene pruebas de que el ex mozo, devenido en Pastor, la dejó por Puerta del libro. “Segurísima, sino ¿cómo me explicás que el nabo de mi ex esté todo el día metido adentro del templo, escribiendo un libro de la secta. La roba machos se lo va a publicar y vender en todas las Santerías del Obispo.”

No me creo que el mozo garche o esté en pareja con la editora. Para mí lo tiene enganchado como me enganchó a mí. Pero no se lo digo a la Faca Colorada. Eso sí, de golpe me dieron ganas de saber quién es el Obispo. Mario, el desrratizador ya lo había mencionado. El Obispo tiene templos, santerías, bares, bandas de ladronzuelos, la seguridad especial del policía de la cuadra y vaya a saber cuántas cosas más.

Le pregunto a la ex moza, Faca Colorada, ahora vendedora de la Santería,si me puede presentar al Obispo. No soy digna de hacer eso, él se presenta solo. Preparate para recibirlo, abrí tu corazón, cuando deba ser, será.”

No voy a lograr nada por ese lado. Le pregunto si sabe algo de los pibitos del parque y le transmito mis temores. “Juan, quedate piola. El problema con ellos no es que roban, sino para quién roban. A los pibes le van a lavar la cabeza y van a volver al barrio. Eso sí, robaran para el policía. De vos, ni se van a acordar.”

Eso me deja más tranquilo. Bue, tranquilo es una forma de decir.

Le digo a la Faca Colorada que me tengo que ir y me comprometo a pasar en la semana. Ella, desde la penumbra, me estampa un beso en la mejilla. “Juan, cuidate, sos demasiado bueno para nosotros”.

Pienso que podría haber dicho pelotudo en lugar de bueno.

La puerta de calle se abre. Un haz de luz la recorta contra la pared y cuchillo en mano. Los pelos rojos, llovidos sobre su cara, descubren media sonrisa.

Piso la vereda y suena el portazo.

Camino en dirección a la esquina de Gallardo. Veo el policía. Me freno. Le está indicando algo a alguien. Se ríe. Camino lentamente, casi pegado a la pared. Logro ver con quién habla: Puerta del libro, la editora. Ella le da un golpecito en el pecho, él le corresponde con una sonrisita de galán. No, no puede ser. Doy media vuelta, regreso por donde vine y, encomendándome a alguna deidad de la secta de los Empleados del Millón, rezo para que estos dos hijos de puta no se unan en mi contra.

martes, 27 de septiembre de 2011

Fantasti´cs 2011 - Castellón



Este año estaré en la segunda versión de la Fantasti´cs Castellón, España, junto a los escritores argentinos Pablo Martínez Burkett, José María Marcos, Fernando Figueras y Carlos Marcos.
Presentaremos Austronautas, una antología de microrrelatos de terror, fantástico y ciencia ficción.

Eterna Cadencia

Registro fotográfico de mi lectura en la librería Eterna Cadencia.
Acá podés ver todos los registros http://blog.eternacadencia.com.ar/
En Eterna Cadencia ya está disponible la antología de relatos Outsider II

viernes, 16 de septiembre de 2011

Martes 20/09 - 19hs leo en librería Eterna Cadencia


Este martes te espero en la librería palermitana Eterna Cadencia. Leeré un fragmento de mi relato La Pulpería de de las Luces, editado recientemente en la antología Outsider II.
El evento comienza a las 19hs y es en la calle Honduras 5582. Comparto la lectura con los escritores Federico Jeanmarie, Enzo Maqueira, Gabriela Cabezón Cámara y Juan Guastavino.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Bitácora editorial XXIII - Confesión del Millón

Cierro la puerta del ascensor, hago medio giro a la izquierda y avanzo por el palier de la planta baja. En segundos estaré en la calle y de camino a la Santería. Ya fui diez veces en el último mes y siempre la encontré cerrada. Hoy espero tener suerte.

Abro la puerta de calle. Lo hago muy lentamente y barro la vereda con la mirada. El policía no está. Saco medio cuerpo a la calle y, manguera en mano, aparece el portero: “Bosterito, como sufrieron para sacarnos un empate”. Del susto, doy un salto al frente, suelto el picaporte, la puerta se cierra y mis llaves quedan del lado de adentro. “Todavía seguís blanco, el primer tiempo casi les metemos dos pepas”. No contesto. Respiro profundamente para darle tiempo al corazón a que pare con su ataque de arritmia. El tipo sigue: “Arriba, les cambian las leyes del fútbol para hacer goles en orsay”. Le digo que lo felicito por el partido y que San Lorenzo nos tiene de hijos, que festejo el empate. Él me retruca: “Si, hoy tenemos que festejar que estamos vivos”. Y lo miro como queriendo decir qué mierda tiene que ver su frase con el empate entre Boca y San Lorenzo de la semana pasada. Como si interpretara mi gesto me pregunta “Se nota que estuviste guardado una semana ¿No leíste Clarín? ¿Dice que Villa Crespo está sufriendo una ola de robos? El barrio cambió, los chorritos se aprovechan cuando entrás al edificio y se te meten. Están atentos a los descuidados”. Miro mi llave, clavada en el tambor, del lado de adentro. El portero sigue la línea de mi mirada y aprovecha a retarme: “Si todos somos como vos, los pibitos del parque nos desvalijan”. Me quedo duro ¿sabrá que los pibes roban para mí? ¿Habrá hablado con el policía? Pego los labios, pongo cara de boludo, si abro la boca me vendo.

Sobre nuestras cabezas, como si fuese la voz de una diosa que cae del cielo, talla Adelma, la vieja del Primero A: “Por suerte el señor policía los está metiendo a todos en la cárcel. Llevo contados diez de esos de gorrita. Lo caza de a uno. Si no fuera por él, los drogadictos del parque se aprovecharían de los vecinos descuidados”. Doy tres pasos para pisar la vereda, salir de debajo del balcón y mirar a la cara a esa vieja argolluda para que me diga de frente lo que me tenga que decir. El portero entabla diálogo con la vieja: “Este barrio era tan tranquilo, ahora los pibes de gorrita se la pasan afanando. Mire, esto termina con una guerra civil: nosotros contra los chorros. En cualquier momento salgo con el pistolón del catorce. Yo le digo algo, señora Adelma, usted mata al jefe de esos pibes, encierra a los pendejos y se acabó todo”. El portero está a mi lado, con las manos calzadas debajo del cinturón y con la pera apuntando al balcón de la vieja chota del Primero A. La mujer avala los dichos del portero con un: “¡Pena de muerte!”, empieza a aplaudir y gritar: “Justicia-Justicia-Justicia”. El portero, aferrado a la manguera, aprueba el canto de la mujer con movimientos de cabeza.

Aprovecho para salir y dejo las llaves en la puerta. Más tarde le toco el timbre al portero para pedírselas y me como otra cagada a pedos del tipo. Mientras no me meta un cuetazo.

Encaro para Gallardo y doblo a la izquierda. Camino en sentido inverso a los autos que vienen por la avenida. El sol me da de frente, achino los ojos, me hago el que no veo a nadie.

En la esquina doblo a la izquierda y camino paralelo a la calle Vera. Mi vereda solo muestra las sombras proyectadas por los edificios de enfrente.

A mitad de cuadra, freno de cara a la vidriera de la Santería. Los estantes tienen los mismos productos que vengo viendo desde hace un mes. La única diferencia es que hay dos velas encendidas. Entusiasmado por esa señal, voy hasta la puerta. Giro le picaporte y ¡adentro!

Arrastro los pies, la puerta se cierra, me quedo duro y tuerzo el cogote para comprobar que se cerró sola. Vuelvo la vista los estantes. El humo de sahumerio, la baja luminosidad interior y las imágenes religiosas dan un aspecto lúgubre a la tienda. Es como si estuviese en un limbo, el bardo de las almas en pena, una especie de mundo paralelo de espíritus siniestros.

Pero estoy adentro de la Santería.

Sobre los estantes hay: estampitas de San Jorge y El Gauchito Gil, velas moradas, paños morados con las cinco estrellas en cruz de la secta de los Empleados del Millón, desodorante en pastillas con aroma de limón, ataditos de sahumerios, una pila de libros de El Alquimista de Coelho. Del perfil de una tabla cuelga un cartel escrito a mano y clavado con chinches que dice: “Sírvase usted mismo. El producto ya lo eligió”. Termino de leer y mi mano derecha (la que lleva el tatuaje de la cruz que me hicieron adentro del templo) manotea un manojo de sahumerios que nunca había pensado comprar. Me llevo el fajo a la nariz, es el perfume de los que usa el ex Mozo, devenido en Pastor, en las misas de los Empleados del Millón. Si dejar de respirar ese perfume, miro al fondo del pequeño local. Hay un mostrador. Desde la parte superior del mueble trepa, hasta el techo, una especie malla milimétrica. No veo qué o quién está del otro lado. Sobre esa malla hay otro cartel: “Antes de salir, pague. Él ve todo”.

Siento que me hablan a mí. Camino hacia el mostrador y quedo de frente a esa malla. Es del material que se usa en las ventanitas de los confesionarios de las iglesias para que no se vea la cara del sacerdote.

Me siente en la cola de un confesionario.

Recuerdo la pila de años que hace que no piso una iglesia. La última vez que lo hice, también fue mi última confesión. Se la hice a un cura irlandés con aliento a whisky y un español enrevesado (al sacerdote ya lo tenía de las misas porque no se le entendía un sorete lo que decía). Yo venía de dos años de reencuentro con la iglesia tras un accidente de autos que estuvo por pasarme al otro lado. Me había pegado la espiritualidad y la busqué en terreno conocido: la religión que me bautizó, comunionó y confirmó. Pero ese día, fue la despedida. Es que, en mi trance revisionista post-shock de estar a punto de tirar la pata, estaba contrariado con mi laburo de marketing. No me cerraba la historia de generar deseos en los chicos para consumir al pedo y, para peor, hacerse mierda el físico. Sentía mucha culpa de potenciar la obesidad infantil y el gasto en pelotudeces innecesarias como las golosinas. Estaba en cuclillas, dentro del confesionario, y le solté al cura irlandés eso que para mí era un gran pecado y me quedé en silencio. El sacerdote soltó un eructo con olor a whisky y me dijo: “no haga perder tiempou, pecadou ser otrou, piense mejor y vuelva”. Y me fui a pensar. A pensar que la a iglesia no volvía más.

Y ahora, estoy metido con una Secta, la de los Empleados del Millón, volví a la religiosidad. Y, para sumar combustible espiritual, estoy adentro de la Santería.

“Son veinte pesos”, dice una mujer con voz de estar muy resfriada. Me arrimo al mostrador para ver si por los puntos milimétricos de esa trama que llega hasta el techo puedo verla.

“Hermano, ¿quiere algo más?”, doy un paso atrás. Y, apurado por las circunstancias, y por sentirme otra vez de frente a un confesionario, y pensar que no sé cuándo va a abrir nuevamente este negocio, suelto la lengua y le digo que quiero que me aclaren qué pasa con mi vida y la secta de los Empleados del Millón. Sin esperar el consentimiento de esa mujer con la nariz tapada, suelto todo lo que me viene pasando desde que el ex – Mozo del bar se devino en Pastor, lo de la bolsa que me llevé del bar con el libro de Coelho y las monedas, las mierda de rata en mi balcón, las estrellas en forma de Cruz dibujadas en mi mano, los robos a mi favor de los pibes de gorrita, la guerra que me declaró el policía y la culpa por la muerte de la Faca Colorada a manos de esa puta escuálida (Puerta el libro) que quiere que le escriba un libro de auto ayuda y me paga con un cheque volador. “Basta, no quiero escuchar más”, me dice la mujer del otro lado del mostrador y me da la sensación que estoy por recibir una mandada a la mierda por mi confesión como me la hizo el cura irlandés, el borrachín. Me da vergüenza, me siento un pelotudo y un descuidado, acabo de soltar muchas cosas comprometedoras a alguien que no conozco.

Me tengo que ir, doy dos pasos atrás.

Sin quitar los ojos del mostrador y el mallado a lo confesionario, tanteo con la mano a mis espaldas, en el aire. Busco el picaporte para huir a la calle. Camino de espaldas a la salida y mi palma envuelve el frío metal del picaporte, abro la puerta, hago un semi giro y de cara a la calle me llega la voz de nariz tapada, detrás del mallado “Te lo descuento de la cuenta del bar, Juan”. La puerta de la Santería se cierra a mi espalda con dos giros de llave. Piso la vereda y empiezo a caminar lo más rápido que puedo.

05/09/2011